Hace tiempo que perdí el acento.
Lo dejé ir cuando tuve oportunidad y no miré atrás cuando se fue.
He perdido mi acento, pero sigo amando la tierra sobre la que corrí de niña y en la que plantaba patatas con mi abuela. Amo la ese aspirada, la vocal abierta, la elle marcada. Perdí el acento por motivos que nada tenían que ver con el amor y mucho menos con Úbeda. Creo que esta pérdida es una muestra más de lo poco que me quería entonces y de las ganas que tenía de esconderme, de no ser yo misma, de entregarme a quien pudiera ponerme en el grupo de los no diferentes; aunque también del prejuicio que ha existido y existe con los andaluces, con ese sello que nos delata, ese que yo no quería.
Intenté recuperar mi acento hace unos años sin éxito. Pensé que con mi hijo volvería, como si el ser madre tuviera el poder de devolverme una parte de mí en lugar de quitármela. No pasó. Intento volver a él cada cierto tiempo, pero no lo consigo. Ahora trato de respetar la idea de que este acento que finge ser neutro soy yo también y que haber perdido las eses por el camino soy yo también, herencia de mis vergüenzas, no de mí origen, sino de mí misma. Y no pelearé por ello, aunque eso signifique renunciar a recuperar algo perdido y aunque eso parezca algo muy importante.
También he perdido la altura a la que estaba mi pecho, pero esto es lógico y diría que necesario, porque qué incomodidad. Creció a niveles insólitos en la lactancia y desapareció cuando mijo se destetó. Cuatro años mirando unas tetas que no eran las mías. Recientemente ha vuelto su tamaño, pero nunca su altura. A veces me observo desnuda como nunca antes lo he hecho. Entiendo esos cambios, la cicatriz de la cesárea, la flacidez que no depende del deporte, sino que va por libre, y me encanta amar esas transformaciones. Me gusta ver que hay vida en cada esquina del cuerpo, que fluyen historias, que tengo tatuados algunos recuerdos. Durante tantos años la sociedad se ha
encargado de ponérnoslo muy fácil para que nos odiemos, para que no nos gustemos ni nos respetemos y aunque aún estoy lejos de tratarme como trataría a una amiga, sí me doy cuenta de que me tengo en un lugar mejor, que no le grito al espejo, que no intento ser otra delante de él, que voy aceptando las pérdidas y entendiéndolas. Cada cierto tiempo me despido de algo que sé que no volverá a su sitio y me alegro de que no sea una despedida triste.
Tiene algo de aventura, de curiosidad hacia lo que pueda venir, sea lo que sea.
Y ahora me despido de ti.
Solo un rato, porque en nada vuelvo a contarte más cosas.